Las grandes ciudades Europeas como Berlín, Londres o Madrid han tenido que luchar contra el mayor enemigo de las metrópolis: el tráfico rodado. Los municipios han intentado reducir en gran medida la congestión que se produce en las calles, pero no solo eso, sino que este colapso de vehículos en las entradas de las grandes ciudades empobrece en gran medida la calidad del aire de las ciudades afectadas. Pero, ¿de qué sirve restringir el tráfico en situaciones de emergencia, si el acceso a estas urbes es cada vez más complicado?
Las calles de las grandes ciudades son un problema, ya que necesitan capacidad para la demanda de peatones residentes, pero también para aquellas personas que trabajan en las capitales pero no necesariamente residen dentro de ellas. Además, la popularidad de estas ciudades agrega la demanda turística, por lo que las calles pueden convertirse en una terrible aglomeración de vehículos y peatones.
Y es que muchos buscan la solución en la superficie: peatonalización de plazas, promoción del transporte público en autobuses, bicicletas, incluso patinetes eléctricos. Todas estas ideas son perfectas, pero no en un mundo en el que conviven con vehículos privados, por lo que el caos del que hablábamos antes solo hace que empeorar. Es por tanto que la solución la tenemos bajo nuestros pies. Un terreno que durante años ha servido de vía para el transporte de agua y electricidad, ¿y por qué no el transporte de personas? Está claro el por qué: su elevado coste.
Es en este punto donde las ciudades deben plantearse si asumir esos elevados costes de ejecución, para lograr un apaciguamiento no solo del tráfico, sino también de las grandes cantidades de contaminación que se vierten a nuestra atmósfera. Y parece ser que después de la crisis que azotó Europa, las metrópolis vuelven a recoger esa idea de transporte, para construir o mejorar la infraestructura subterránea. Aquí dejo un ejemplo del Crossrail, un megaproyecto de 15bn libras que dentro de poco abrirá sus puertas.